Legalidad contra democracia

27.10.2014 23:36

 

Legalidad contra democracia

 

Un artículo* de Victor Alexandre publicado el 27-10-2014 en elsingular.cat

 

La legalidad es el arma más poderosa de las dictaduras. Se estira y se encoge como un chicle y marca los límites de los derechos más básicos de la ciudadanía en función de los intereses del poder. Si este poder absoluto se siento fuerte y seguro de sí mismo, puede llegar a mostrarse complaciente en algunos detalles. Pero si se siento amenazado y dudoso de su fuerza, reacciona con cólera y no escucha razones. La ley, por lo tanto, una ley hecha a su imagen y semejanza, le sirve para criminalizar los derechos sociales que lo puedan cuestionar. Siempre ha sido así y me temo que siempre lo será. 

La ley, en estados democráticos, decía que las mujeres eran seres inferiores a los hombres; la ley, en estados democráticos, decía que los negros eran seres inferiores a los blancos; la ley, en estados democráticos, decía que las mujeres no podían votar; la ley, en estados democráticos, decía que los negros no podían compartir el mismo espacio que los blancos. Era la ley. Lo decía la ley. Y los políticos que la redactaban, los policías y jueces que la preservaban y los ciudadanos que se decían demócratas y se consideraban gente civilizada y respetuosa con los derechos humanos. Muchos, incluso, iban a misa cada domingo y se declaraban creyentes y temerosos de Dios. ¿Pero cómo no tenían ningún remordimiento?, se preguntará alguien. ¿Cómo es que salían de casa y se paseaban por la calle sin que los cayera la cara de vergüenza? Pues porque la ley los protegía. Todos ellos eran gente virtuosa, gente de orden, gente cuerda que no creía tener motivo para ir con la cabeza baja. Los insolidarios, los problemáticos, los perturbadores, eran quienes fracturaban la sociedad con sus demandas. Eran las mujeres que querían tener los mismos derechos que los hombres y los negros que querían tener los mismos derechos que los blancos. ¡Hasta ahí podríamos llegar! 

La ley, como vemos, es la gran coartada del absolutismo. Si la ley no habla de igualdad entre blancos y negros, quien fractura la convivencia es el negro que pretende esta igualdad; si la ley no habla de igualdad entre hombres y mujeres, la perturbadora es la mujer que no se comforma. Y si los dos, negro y mujer, persisten en su obsesión, hace falta que caiga sobre ellos el peso de la ley para que aprendan a ser sumisos y a no plantear demandas delirantes y propias de mentes perversas. Para el absolutista la democracia es hija de la ley y no la ley hija de la democracia. El absolutista, para empezar, hace una ley que le garantice una mayoría perpetua, y acto seguido proclama que esa ley encarna la democracia. Y así, todo aquel que ose incumplirla será procesado por desobediencia y prevaricación en aras de la democracia. 

El absolutista agita amenazadoramente la ley contra el derecho de los pueblos a decidir su destino, porque no tiene argumentos democráticos para oponerse. Sabe que la democracia no se fundamenta en la mordaza, sino en el respeto; sabe que la mordaza es el recurso de quien no respeta el derecho del otro a ser él mismo. Pero no lo puede admitir porque la longevidad de su poder es imposible sin el silencio del cautivo. Por esto está obsesionado en impedir que el cautivo pueda hablar. Piensa que si le silencia la voz, nunca nadie podrá decir que quería la libertad. El cautivo, por lo tanto, sólo tiene un camino: transgredir la legalidad. 

 

*Traducido del catalán por R.S.M.