Desembarco en la isla (Juncal)
Los muchachos –todos buenos amigos desde la infancia- habían zarpado la tarde anterior a bordo de un crucero de cierto tonelaje, que era propiedad del padre de uno de ellos, un próspero comerciante. Habían sido invitados para ir hasta Nueva Palmira, en la República Oriental del Uruguay, a celebrar su cumpleaños almorzando en el comedor del Club de Pescadores, sobre la avenida Costanera de esa ciudad. El celebrante, pese a su juventud, había rendido los exámenes para obtener la habilitación de Patrón de Yate, habíéndole entregado el carnet hacía pocos días, así que tenía un doble motivo para brindar también por este acontecimiento.
Tenía el despacho de salida correctamente formalizado, con el Rol donde figuraban sus nueve acompañantes y un poder firmado y protocolizado ante escribano público autorizándole a salir del país con la embarcación, es decir que todo estaba en regla. Pasaron su primera noche anclados entre las islas para llegar al Paraná Miní y estar seguros de arribar con tiempo para la hora de comer, aun haciendo antes el trámite de la entrada y el pago del arancel de Migraciones. Una vez que se comunicaron por radio para dar el paso al Destacamento de Guazú-Guazucito, ya en el río Uruguay, comenzaron la remontada hacia el norte a media máquina, bajo el impulso de dos potentes motores.
Al pasar por el canal dejando la isla Juncal* a estribor, uno de los compañeros recordó una anécdota escuchada tiempo atrás en el club náutico: Allí contaban que unos cuantos años antes, cuando la frontera fluvial con la República Oriental del Uruguay estaba en litigio, el vecino país había fomentado el establecimiento de colonos en las principales islas del río, a efectos de sentar los precedentes de posesión ante un posible arbitraje internacional. Esos colonos estaban subvencionados por el gobierno uruguayo y se dedicaban a la producción de frutales y verduras –que seguramente no debían de justificar demasiado- y a la pesca, más fácil de comercializar. Posiblemente, de vez en cuando, harían alguna “changuita” allende la frontera, tentados por los intereses económicos o de otra clase que pudiera haber a uno u otro lado del río.
El asunto es que se decía –según el memorioso- que en la isla Juncal había un importante tesoro enterrado, escondido allí por una banda de ladrones o contrabandistas que tenían amenazados a los habitantes de la pequeña colonia. Una vez resuelto el diferendo mediante el Tratado de Límites del Río Uruguay, habiéndose decidido que la isla sería para los uruguayos, Ios subsidios del gobierno quedaron sin efecto y los colonos se fueron a vivir a tierra firme, lo cual era mucho más cómodo y menos problemático, abandonándolo todo prácticamente así como estaba, ya fuera sobre o debajo de la superficie terrestre...
Los integrantes del grupo escuchaban con atención al que contaba todo esto, y a uno se le ocurrió hacer hincapié en que el canal pasaba muy cerca de la pequeña barranca de la isla –del lado argentino, tal como podía apreciarse a simple vista- y con buena profundidad, así que bien podrían atracar a la costa y descender a ver que había por allí, total tenían formalizado el despacho y si acaso alguien pudiera llegar a interceptarlos y reclamarles por su presencia, podrían alegar haber sufrido un temporario desperfecto en uno de los motores…
Otro de los acompañantes recordó también haber oído algo de eso en una charla de gente grande en su casa, pero decían que era más leyenda que realidad, según comentó, aunque lo de las actividades (las lícitas por supuesto) de los colonos, era algo que lo sabía todo el mundo y seguramente habrían quedado los árboles frutales que hubieran plantado, cuando todo aún estaba bajo litigio. Así que la verdad era que podían probar e intentar un desembarco, a ver si realmente había algo, que seguramente serían frutas, y que sin duda podrían tomarlas puesto que era un producto perecedero y allí no había nadie que las aprovechara para nada. Al patrón no le gustaba demasiado la idea de atracar a la costa y seguramente a su padre le gustaría menos aún, pero no estaba allí y a él no dejaba de atraerle la idea de pasar por alguna pequeña aventura exploratoria en una isla desierta.
Imagen de https://i.pinimg.com
Así que ante la presión psicológica de la opinión general, disminuyó la velocidad y comenzó a revisar en detalle la costa, para ver qué encontraban, seleccionando un lugar donde parecía haber un angosto sendero que se adentraba entre la espesura de la vegetación. Arrimaron muy despacio la proa y el más atrevido, haciendo punta, saltó a tierra con un cabo que, apartando la maleza, amarró al tronco de un grueso árbol. Los demás lo siguieron para internarse por la supuesta senda que, enseguida, prácticamente desapareció entre el monte cerrado, aunque en el suelo se veía que alguna vez había sido pisado. Imaginaron la posibilidad de llegar a una casa abandonada, con una plantación de frutales asilvestrados, donde tal vez hubiera cítricos, manzanos, higueras, o algo por el estilo.
Después de caminar bastante, lidiando con una infinidad de enredadas ramas de tamarindos, espinillos y acacias cargadas de púas de todo tamaño (pero ninguna pequeña), lastimándose continuamente porque a bordo no tenían ninguna herramienta para el desmonte, como podría ser un machete o un facón de cazador, por último desembocaron en lo que parecía haber sido una especie de claro, más o menos en la parte más alta y central de la isla. Tal vez, mucho tiempo atrás, pudo haber estado levantada la o las viviendas, galpones o cobertizos, aunque no era posible detectar otros indicios o vestigios palpables, más que algunos muñones de madera que apenas sobresalían de la tierra entre el pasto, sin duda los restos de antiguos pilotes destinados a zafar de las inundaciones.
Tampoco había frutales ni nada parecido, únicamente matorrales. Mientras la mayoría del grupo se sentaba a recuperar el aliento y descansar sobre el suelo cubierto de pasto largo, otro mencionó que tuvieran cuidado porque podría haber víboras y los más aventureros trataban de rondar por el monte cercano, buscando pero sin encontrarla, alguna indicación del presunto tesoro enterrado, o algún objeto recordatorio que justificara tan inútil excursión, tal vez una pava quemada, una taza, un platito o los restos de un farol roto, pero allí no había nada de nada, porque los habitantes al irse y quienes hubieran visitado el lugar antes que los presentes, a lo largo de cincuenta años, habían “pasado el rastrillo” por así decirlo, una y otra vez, llevándose todo lo que pudiera llamarles la atención.
Mientras disfrutaban de la sombra –que por lo menos abundaba-, aunque la atmósfera era algo sofocante por lo cerrado de la vegetación, en determinado momento a alguien se le ocurrió destacar el silencio reinante, ya que no se escuchaba el piar de pájaros de ningún tipo, ni grillos o chicharras, no había ningún ruido, ni moscas, tábanos, abejas, nada de nada con excepción de los mosquitos que –esos sí- molestaban bastante. Todos se quedaron quietos aguzando los oídos y era verdad, no se oía nada, hasta que alguien dijo que tampoco había nada para oír, habida cuenta que allí no tenían motores, ni bombeadores, ni molinos, ni ganado, ni ninguna otra cosa. Pero al patrón no le gustaba el asunto y pensó que sería mejor volver al barco, porque podría haber contrabandistas y ellos estar parados justo en el lugar menos indicado. Y a esa altura ya nadie se acordaba de que supuestamente podría haber un tesoro escondido, quién sabe dónde…
El patrón hizo saber a los demás que era hora de volver a bordo. Todos se fueron poniendo de pie algo más nerviosos y comenzaron a mirar recelosamente hacia todos lados, para luego ir retrocediendo lentamente por el invisible sendero. De prontose oyeron unos ruidos entre los matorrales y el último, que recién se ponía de pie, al darse vuelta para mirar, vio que por el lado contrario aparecían cantidad de perros cimarrones, todos del mismo pelaje marrón con manchas negras, que avanzaban saltando y ladrando entre los matorrales, a toda carrera. Al grito de ¡Rajen muchachos!, comenzaron a correr, adelantándose el último a todos los demás que no acababan de entender lo que sucedía, hasta que el nuevo último miró atrás y vio que la jauría estaba a pocos de metros, siguiendo el ejemplo de su antecesor.
Los demás cayeron en la cuenta inmediatamente y no se hicieron rogar, produciéndose un desbande generalizado, pasando a pechar sin misericordia ni reparos las ramas de los tamarindos y demás arbustos cargados de espinas, mientras los animales alcanzaban a morder algunas pantorrillas, tobillos y talones, sin poder saltar encima de los fugitivos sólo por la velocidad con que éstos corrían en su huida. Ahí se explicaba la rareza del sendero que habían visto al desembarcar, que parecía estar transitado pero no despejado de ramas y malezas, porque quedaba claro que los que pasaban por allí no eran personas, ni tampoco eran fantasmas...
Con la jauría –que por su menor estatura se movía con más libertad por debajo de los matorrales espinosos- pisándoles los talones, recorrieron la distancia hasta la costa que no eran más de ciento cincuenta o doscientos metros, en infinitamente menos tiempo que a la llegada, arribando al barco en un tiempo récord, con la vestimenta rota, lastimados, arañados y sangrando por todo el cuerpo, con dentelladas desgarrantes en las piernas, para tratar de treparse por la borda como si fueran monos. Se ayudaron unos a otros, aunque en el amontonamiento tuvieron que defenderse a las patadas, sufriendo además algunos de ellos varias malas mordeduras en sus pies y tobillos.
Recién entonces repararon en que los perros cimarrones estaban aullando como lobos, estimulados sus sentidos por el olor de la sangre fresca. Probablemente se salvaron de ser comidos sólo por la velocidad con que movían sus piernas al correr. Al poco se unieron a los machos las hembras y sus cachorros ladrando, todos con el mismo pelaje, saltando por el borde de la barranca con ganas de subirse al barco por la banda recostada sobre la isla, mientras los muchachos los mantenían alejados con un par de bicheros, hasta que por fin pudieron poner los motores en marcha y de inmediato alejarse, dejando de recuerdo el cabo de amarre atado al árbol que los animales mordían con fruición atraídos seguramente por el olor de las manos humanas.
Al mirarse incrédulos, con sus caras, torsos, y brazos ensangrentados, llenos de espinas, cortes y mordeduras en las piernas y brazos, algunas bastante profundas, y los rastros y gotones de sangre que estaban esparcidos por toda la cubierta, se dieron cuenta de que se salvaron raspando de ser devorados por esa jauría de depredadores salvajes y hambrientos. Su espíritu de aventura quedó también atado al árbol, probablemente por más tiempo del que normalmente quisieran, mientras ponían proa a Palmira que era el puerto más cercano, donde manos competentes podrían atenderlos como correspondía.
Y no dejaron de pensar, además, en que para no llegar a deshora al almuerzo en el comedor del Club de Pescadores de esa ciudad, ya no tendrían que preocuparse por hacer rápidamente el despacho de Entrada en la Prefectura y luego perder el tiempo con el trámite de Migraciones, porque ya sabían que pasarían toda la tarde esperando en la guardia del hospital local para hacerles las primeras curaciones, extraerles una gran cantidad de espinas, desinfectarles las numerosas heridas y prestarse a unas cuantas puntadas de sutura.
FIN
Francisco Javier Martín
Los hechos tuvieron lugar hace unos cuarenta años.
* En sus inmediaciones se libró el 8 y el 9 de febrero de 1827 el más importante combate naval de la Guerra del Brasil que enfrentó a las Provincias Unidas del Río de la Plata y al Imperio del Brasil, la Batalla de Juncal (Ilha do Juncal), que resultó en una completa victoria de las Provincias Unidas. Entre 1890 y 1976 Julia Lafranconi vivió en la isla.
Otros artículos del mismo autor:
El vapor Washington, más de medio siglo comunicando la cuenca del Plata